Ahora que soy plenamente consciente de cómo lo espiritual se ha manifestado en mi vida, y al observar con honestidad el tipo de persona, alma, corazón, mente y espíritu que habitan en mí, he llegado a una conclusión clara:
mi esencia es ser como soy.
Ser auténtico, radicalmente honesto, transparente, legítimo.
Mi naturaleza no me permite seguir otra voz que no sea la del espíritu; la voz de Dios, si así se quiere nombrar; el susurro del universo, la vibración más alta, la frecuencia que guía el alma, la fuerza que ordena el todo. Llámalo como prefieras —yo lo llamo la manifestación espiritual suprema: libre, absoluta, inmensa, infinita. La presencia que crea y sostiene lo que conocemos... y también lo que aún no entendemos.
A esa fuerza me entregué.
A ella le pedí, con humildad, que me permitiera hacer lo que he venido a hacer. Porque arde en mí un deseo profundo: cumplir mi propósito, realizar mi plan, dejar una huella luminosa en este mundo. Quiero demostrar que, en medio de tanto dolor, de tanta confusión, de tanta sombra, aún hay espacio para la plenitud.
Quiero ser evidencia de que, aunque el mundo parezca a veces diseñado para herirnos —aunque haya sufrimiento, caos, y preguntas sin respuesta— también existe la posibilidad de elegir el amor.
Mi propósito es recordarlo:
que incluso en medio del naufragio,
existe dentro de nosotros la libertad de ser virtuosos,
de ser luz,
de ser esperanza.
De ser amor, incluso cuando el mundo ha olvidado cómo.
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